La memoria afectiva del calendario de Explosivos.

Parte principal del libro

"Una Colección de Almanaques"

(Libro-catálogo sobre los calendarios de Explosivos Riotinto)

Editorial Labor SA

ISBN 84-335-0026-0

 

Rezuma aquí el sabor de la magdalena; la magdalena aquella que a Marcel Proust le llevó a recuperar, en un golpe de gracia, el "tiempo perdido". La magdalena de que aquí se habla, y desde aquí suscita la chispa de la evocación, anduvo en otro tiempo por la alacena acristalada, frente al almanaque popularmente ascendido a rango de objeto artístico, pulcramente enmarcado e igualmente acristalado. Y de la alacena pasó esta magdalena a la taza humeante del café con leche matutino o al vespertino chocolate a gusto del boticario o el cura del lugar, frente por frente otra vez (otras cien veces) del almanaque mismo que presidía ayer la escena doméstica y hoy retorna, convertido en "género", a nuestros ojos desde el umbral o en la neblina de un tiempo que el tiempo se llevó.

Con su envoltorio grasiento, troquelado (acuñado merced a las artes y los oficios de una muy singular papiroflexia), firmemente adherido, poro por poro, a la masa reseca y amarilla, a la pasta, a la piel dulce de un cuerpo con nombre de mujer... esta magdalena anduvo asimismo por el café de la estación y la galería del balneario que en su cristal refleja, espejo de un espejo, el cristal del almanaque. Y el almanaque, acristalado y enmarcado, conoció también el ritmo de la tijera en la peluquería de la esquina y del martillo sobre el clavo en la zapatería de enfrente y presidió la lumbre de miles y miles de hogares con la cuenta y recuenta de los días del año. Volaban los días de las hojas del almanaque, quedando de él y en él la huella indeleble de la litúrgica semblanza anual.

Magdalena y almanaque. Marco y cristal, para aquélla, de la alacena presidencial en el corazón de la morada. Cristal y marco para éste en la sucesión de una estampa año por año preservada y celosamente incluida en el concierto de una galería no se sabe bien si de fonda, casino o balneario o tal vez del arte; de un arte para solaz del coleccionista. Seguro estoy de que más de uno tiene o rescató de alguno de los ambientes y lugares sobredichos la colección completa de las estampas que año por año, y salvo explicable excepción, ha venido imprimiendo y divulgando la Unión Española de Explosivos primero y Explosivos Río Tinto después. Yo he tenido la suerte de contemplarlas en su totalidad: el suma y sigue de esas peregrinas semblanzas gráficas que desde el año 1900 hasta el hoy en curso vieron la luz.

¿Cuál parece, a la luz de su orden sucesivo, la nota más descollante? Ingenua emoción (específicas cuestiones del arte a un lado), pulsación morosa, si se quiere, de una temporalidad, de una "duración" paso a paso recuperada o hallazgo feliz de aquel "tiempo perdido" que Proust emprendió en olor de magdalena. También aquí —digo y vuelvo a decir— huele a magdalena. De ella son aroma y gusto; de ella o de los lugares y ambientes ya apuntados en presencia y bajo la presidencia del calendario, del almanaque anual de la Unión Española de Explosivos. Dispar resulta la calidad de los ilustradores; va cambiando la circunstancia histórica de los destinatarios y otros son, año tras año, los tiempos. Algo, sin embargo, permanece: un "espíritu común, rayano de “género”

¿Constituye el calendario de ERT un "género"? Sin duda alguna, y sean mayúsculas o minúsculas las iniciales que lo bautizan y definen: un género popular en su acepción más llana y comprobable, ya que no con aquel alcance universal que los románticos alemanes asignaron al término. Un género llanamente popular tanto por la intención (más que posible) de los editores como por la específica cualidad de los destinatarios y celosos conservadores. A la vista del producto no parece difícil deducir el propósito de la Unión de Explosivos en su asiduo dar a la imprenta el primer original debido al pincel de Arturo Mélida, y también el último, obra de Amalia Avia: el respetable formato, capaz de llenar una buena porción de la pared doméstica o del local público.

La estampa, semblanza o cabecera del almanaque de la Unión Española de Explosivos tenía y tiene la "proporción del cuadro", sagazmente dirigida aquélla e idealmente acomodable éste a la parte mayor, cuando no presidencial, del hogar común o del lugar de popular concurrencia (que no solían ni suelen abundar en obras de Tintoretto o Leonardo, hecha ritual excepción de la "Sagrada Cena" cincelada en "cartón-plata"). La costumbre doméstica daba en sustituir la estampa correspondiente al año que pasó por la atañente al año recién estrenado. En los lugares de popular congregación no era, por el contrario, infrecuente que las estampas sucesivas se conservaran, sumaran y exhibieran a la vista de la parroquia y hayan llegado, Navidad por Navidad, a congregar la colección entera.

Nieguen en buena hora los puristas a las ilustraciones del almanaque de la Unión Española de Explosivos toda posibilidad de acceso a las páginas de Historia del Arte (con mayúsculas de nuevo o con minúsculas). Desde una angulacíón más risueña y comprensiva merecen, me creo, un punto de atención que incrementarse pudiera, y por paradójico que ello se diga, a los ojos de la "vanguardia". La complexión, sin ir más lejos, del "arte-pop" no mendigaría algún espacio a la mención de este género (el "género Explosivos"), mereciendo, no haya duda, del concepto "kitsch" o "camp" del arte más de un capítulo. Una consideración sociológica, en fin, del fenómeno artístico había de aceptar, a título al menos de ejemplo, el ejemplo mismo, y no poco sintomático, de nuestro almanaque.

Así lo entiende, que yo sepa, un historiador del arte, de muy señalada orientación sociopolítica: Valeriano Bozal. No conozco el texto escrito pero sí recuerdo, y muy al vivo, el triple ejemplo que en no lejana conferencia proponía nuestro historiador a propósito de las propensiones o tal vez servidumbres derivadas del respectivo estrato social. El gusto (convencional, desde luego, y consentido) de la "élite" se inclinaba, a juicio de Bozal, hacia lo "abstracto", viniendo el "cuadro de Millares" (amén del "Guernica") a encarnar el arquetipo. Para la clase socialmente bien situada el arquetipo se ceñía al "retrato de señora firmado por Segura". A ojos de la clase más humilde o menos cultivada (en cualquiera de los sentidos aquí esbozados) quedaba la escueta cabecera del "almanaque de Explosivos".

Pocas objeciones pueden ponerse a los términos escuetos de esta clasificación, si esquemática de juicio, no exenta de ironía. La "clase intelectual" que de tal se preciara tenía ineludiblemente que acomodar su porte progresista (lo "progre" era a la sazón título o patente de pertenencia propia y exclusión ajena) a la pauta del "arte abstracto", santo y seña de progreso, al menos en cuanto que actitud. A lo largo de estos últimos cuarenta años (¿cuándo dejaremos de hablar de "estos cuarenta últimos años"?) era exigencia creciente de lo "progre" el "adorno" de la disconformidad. Excelencias artísticas al margen, ¿no cumplía a las mil maravillas el cuadro de Millares, estratégicamente colgado de la pared de enfrente, requisito y adorno del reconocimiento y la distinción?

Otros eran rito, requisito y adorno para la clase bien situada, bien acomodada o en trance, mejor, de ascenso y merecimiento; el "retrato de Segura". ¿Modelo?, la señora de la casa "revestida de pontifical'". Sedas en profusa cascada de pliegues y repliegues; cortinón con borla; alfombra persa, "de ocasión" las más de las veces o de simple referencia a un punto cualquiera (¡quién lo dina hoy!) del Oriente Medio; falso mueble "Luis XIV; reloj "pseudoestilo Imperio"... y collar de perlas (a las que "sólo les falta hablar") en la garganta de la retratada. Excelencias artísticas otra vez al margen, vale decir que si los "hermanos Blanco" se cuidaron de la peluquería de la "clase", "los Segura" (Enrique y Agustín) nos han legado su gloriosa iconografía o, si se quiere, su propia inmortalidad.

Para la clase humilde o menos cultivada o más adicta a los usos de siempre quedaba el almanaque de Explosivos con toda su poética y patética emoción. Arrancada la última hoja del calendario, se enmarcaba, acristalaba y entronizaba su cabecera en el corazón de la morada. En tal caso la estampa correspondiente al diciembre ido era suplantada por la del enero recién llegado. Marco y cristal servían, comúnmente de por vida. Cuando por el contrario la sala o galería (fonda, casino o balneario} gozaban de amplitud, acumulábanse las estampas sucesivas, debidamente enmarcadas y acristala-das, para noticia, memoria y gozo del personal. Y si el ojo se deleitaba en la escena de siega, industria o cacería, sentíase satisfecho el paladar con el regusto festivo de la magdalena.

Todos, todos los lugares referidos y otros cuantos por referir lo eran de magdalena, con sabor, olor, tacto y vislumbre de festividad. Y no sólo venía la estampa del calendario de Explosivos a llenar cumplidamente e hueco de la pared; también paliaba la orfandad de su espíritu y de su significado. Que si el arte es por principio festividad sin traba, mengua o cortapisa, su manifestación, incluso la más precaria, nos viene inequívocamente adornada de acento festivo. Con los meses (de enero a diciembre) a sus pies, el calendario de Explosivos indicaba el cómputo del año, más abundoso en días laborales que festivos. Despojado de ellos, llegaba a convertirse, fuera ya de toda utilidad, en objeto del arte, en índice seguro de fiesta a espaldas de los trabajos y los días.

Arte y adorno en la faz del calendario de la Unión Española de Explosivos, entronizado éste en el muro doméstico como puro objeto del decoro y entendido aquél en su acepción más recta. Comienza el arte en el punto mismo en que cesa la utilidad, la obligada letanía de los usos y los consumos. Asunto exclusivo de la contemplación es el arte y en objeto suyo convierte lo que a él se aviene o de él deriva por principio y por fin. "Todo objeto desprovisto de utilidad o función —dejó bien sentado Marcel Du-champ— pasa a convertirse en objeto del arte." ¿Y qué es lo que hacía y hace quien conserva (consumidas ya y arrancadas las hojas volanderas con los meses y los días del año) la escueta estampa, la sola cabecera del calendario sino tornarla adorno y objeto propio y muy propio del arte?

Y vuelve al conjuro del almanaque y de su memoria surge, con todos sus aromas, sabores y primores, la magdalena aquella que anidó en la alacena acristalada y de ella voló a la taza humeante del café con leche matutino o del vespertino chocolate a gusto y antojo del boticario o el cura del lugar. Atribuya el lector a capricho mío la entrañable relación que vengo estableciendo entre el ritual almanaque de Explosivos y la no menos ritual magdalena amasada en olor poco menos que de beatitud, de festividad. Son dos tractos, para mí, de un mismo recorrido hacia delante y hacia atrás, de espaldas a toda metáfora y de cara a lo que Marcel Proust llama "memoria afectiva"; aquella memoria misma que con sabor de magdalena le llevó a la busca, a la conquista del "tiempo perdido".

Magdalena festiva y almanaque de Explosivos, en perfecta comunión, tienen para rní (y no creo que sea único el caso) la virtud luminosa de provocar y procurar el retorno a la infancia, impulsando la búsqueda del tiempo perdido. No otra cosa es, para Marcel Proust, la "busca del tiempo perdido" que un retorno a la infancia, pero de carácter no literario o narrativo sino esencialista. Hay que retornar a la infancia porque en su visión primigenia se hallan y se nos dan las "esencias puras" de las cosas. Se trata de una actitud decidida del alma hacia la verdad: el hallazgo de un tiempo "vivencial" en que la duración se detenga, se eternice. Es un ejercicio espiritual (que hasta hoy parecía reservado a la poesía) fundado en la actualización de la sensibilidad como vía de conocimiento.

La actualización del conocimiento intelectivo no ofrece mayor dificultad por ser teórico, meramente discursivo. Completa y difícil resulta por el contrario la actualización del conocimiento sensible; actividad intrincada y sutil que Proust desarrolla sumando en un momento dado, y con motivo de una circunstancia dada (un olor, un sabor, un estado de ánimo...), dos sentimientos de dos tiempos distintos, capaces de convocar un nuevo sentimiento acumulado, poseedor de una objetividad y una solidez enteramente inaccesibles al simple recuerdo, Y si en el sabor, digo, de una magdalena hallo Proust el punto de conexión entre el hoy en curso y el ayer remoto, puede más de uno, a la vista del almanaque que aquí se comenta, desandar sus días hasta los de 1900, magdalena incluida en el trayecto.

La actualización de la sensibilidad se asemeja a la densa corriente de un río que establece una comunión esencial entre sus márgenes. Este y aquel sentimiento, separados por el tiempo, son las dos riberas que la sensibilización actualiza y pone en íntimo contacto. Se detiene el tiempo, y la memoria ha de esforzarse en concretar ambas orillas o el tránsito del hombre, más bien, a lo largo de ellas. ¿Qué es lo que la visión ha adquirido (sin dejar de asentarse en el suelo del hoy) de una y otra ribera? El pasado se ha concretado con aquella asombrosa objetividad y solidez antes mencionadas; a su ejemplo se clarifica el presente y entre uno y otro tiempo (en la súbita y milagrosa "duración" de ambos) corre y corre la densa corriente de la realidad, el caudal memorioso de la vida.

Nadie entienda la "busca del tiempo perdido" como la acotación de un argumento peculiar. El retorno a la infancia entraña una actitud cognoscitiva, una senda elegida para vislumbrar la realidad, una tendencia del alma hacia lo verdadero. No, no se trata de suscitar la infancia a manera de espectáculo o por sola vía anecdótica; se pretende ante todo recuperar desde el hoy aquella visión incontaminada que poseían los ojos infantiles. No hacer del recuerdo asunto argumenta!; preponer más bien a la mirada del presente (desvirtuada, intelectualizada, deformada y deformante...) una "memoria afectiva" anclada y esclarecida en las aguas manantiales de la infancia, enteramente ajena a la lente del saber convencional y muy capaz de coagular, de detener un fragmento vivo de la temporalidad.

Difiere mucho de ésta la visión que desde su tiempo (y con todo su O I—J tiempo condensado) nos ofrece el almanaque de Explosivos en la frente del hoy súbitamente sacudido por el recuerdo? En la naturaleza del recuerdo vale distinguir dos clases de memoria: la afectiva y la intelectual. Esta se limita a ofrecernos una noción del pasado, exenta de toda virtualidad poética. La memoria afectiva, por el contrario, actúa sobre impresiones que fijan un fragmento de temporalidad. La memoria afectiva despierta y nos hace despertar ante el estímulo de una sensación (un color, un olor, un sonido...) y en torno a ella despliega toda una multitud de sensaciones abiertas en abanico, de esta a aquella ribera de la "duración", con la conciencia plena, y por un instante, del tiempo realmente vivido.

El retorno a la infancia supone por tal modo un acudir a las márgenes de la memoria afectiva, capaz y muy capaz de detener, contener y cristalizar la duración, suscitando el colmado florilegio de las sensaciones de tiempos dispares y de imposible cómputo en las hojas volanderas del calendario (cuya cabecera, ella sí, queda a salvo, henchida de temporalidad}. Es un viaje de carácter esencialista. No incluye un argumento peculiar, una semblanza histórica o fantástica de aquel tiempo feliz. Entraña más bien una actitud decidida hacia lo verdadero: recuperar en el hoy y desde el hoy la visión incontaminada que poseían los ojos infantiles. Para Proust lo decisivo es el presente vivido y contemplado con la transparencia de un mirar no viciado o deformado por la lente del saber convencional.

Año por año volaban las hojas del almanaque con la memoria sistemáticamente ordenada, intelectualizada, sin facultad alguna de atrapar y cristalizar la duración. Año tras año (Año Nuevo tras Año Nuevo) quedaba en la pared la escueta cabecera fijando, coagulando, deteniendo en la memoria afectiva el pulso de la temporalidad desde el día en curso al hontanar primero del ayer. Fácil le es al contemplador, así las cosas, emprender el viaje sin más bagaje ni otra impedimenta que el mirar incontaminado de la infancia. La sensación aquí y ahora probada a la vista del almanaque tiene la virtud de conectar directamente con aquella otra que viene de lejos, del primer eco infantil: un incitante color de escena desteñida, un seco sabor de magdalena, un olor embargante de fonda, casino o balneario.

Y el aroma variopinto, sobre todo, del hogar; del hogar propio y de aquella otra casa a la que uno acudió de visita, acompañado de los mayores; aquel otro hogar en cuya pared frontal lucía a los ojos de la infancia el almanaque con todo su irresistible reclamo. Tiene, sí, nuestro almanaque la saludable virtud de retrotraer y hacernos conquistar, sin duda alguna, una porción plena y emotiva del tiempo ido, siendo la infancia el punto más genuino de referencia y recuperando desde ella todo un horizonte no desvirtuado por la lente del saber convencional. Todo un ejercicio espiritual que hasta ahora, según quedó dicho, parecía reservarse a la poesía, y una más actualizada complexión del arte puede incluso llegar a definirlo. Todo un censo o inventario abierto de par en par a la memoria afectiva.

En el inventario del hogar (con el suma y sigue, peculiaridad y pregnancia de sus colores, olores y sabores) se hace imprescindible la cabecera del calendario elevado a paradigma por gracia y pertinacia de la estampa de Explosivos. El hogar o el piso doméstico, trasladada la extensión horizontal del uno a la vertical complexión del otro, conforme avanzaba el siglo. El piso es hoy el territorio de lo "propio" por antonomasia; el confín en que se guardan los objetos familiares, los recuerdos familiares y los fantasmas familiares. ¿Corazón del propio corazón? No otra cosa es el piso: un centro sin caminos, de tener en cuenta que aquél se organiza y late en la precaria sucesión de éstos. Un centro sin caminos en el que se archivan y almacenan, presididas por el almanaque, las "posesiones del pobre".

Tal es, entre la ironía y la lágrima, el título que Oscar Lewis antepone a un libro, de no lejana edición, en el que somete a análisis los objetos poseídos por doce familias mexicanas con el ánimo de trazar un cuadro estadístico de mayor alcance analógico dentro y fuera de suelo mexicano: "Las posesiones del pobre". ¿Cuáles a la cabeza de todas ellas? Las representadas por objetos religiosos y de carácter decorativo (considerados como bienes heredables) así corno juguetes arrancados del juego infantil y convertidos en adorno doméstico, utensilios del hogar, herramientas inservibles, prendas de ajuar y algunas joyas amenazadas con viaje de ida (y comúnmente sin vuelta) a la casa de empeño. Bienes, los más, de condición efímera, volandera, corno las hojas del calendario anclado en el recuerdo.

¿A qué responde la primacía, subrayada con doble trazo por Oscar Lewis, del objeto de condición religiosa y carácter decorativo en el hogar de los menos pudientes? En un luminoso estudio, titulado "La vida en el barrio", Amelia Alvarez y Pablo del Río se inclinan a pensar que tales bienes no sólo cobran una función testimonial de valores y creencias, sino también (o sobre todo) de amueblamiento compensativo de la pobreza. Vienen estos bienes a llenar el vacío económico y objetual de ajenos elementos más costosos y prestigiosos, apoyándose sus legítimos poseedores en el peso cultural y semántico de la religión. Buena prueba es que, a medida que el nivel económico sube, estos mismos objetos se ven progresivamente adornados (prestigio social obliga) de un cierto nivel artístico.

No, no hay en el hogar humilde, capacidad (ni siquiera material) de entronizar otra imagen litúrgica que el Sagrado Corazón de escayola coloreada o plástico acaramelado, la Inmaculada de Murillo proveniente de una caja de dulces y la Sagrada Cena de Leonardo cincelada en cartón-plata. Tampoco hay lugar para el marco con orla académica y la inevitable sucesión de aquellos títulos que tanto lucen en la antesala del oftalmólogo o en el despacho del criminalista. El único título cuidadosamente enmarcado y celosamente distinguido no es otro, si lo hay, que la bendición papal con la triple corona y las llaves de San Pedro en relieve purpurinado. Recordatorios de Primera Comunión y diplomas de certamen catequístico cierran el capítulo litúrgico fundado en el peso cultural y semántico de la religión.

Capítulo aparte merecen en el inventario del hogar las fotografías familiares que de su antiguo "rango presidencial" han pasado al rincón del portarretratos o al fondo del álbum sólo abierto a la contemplación de la familia en día de festividad común y en tiempo, también, de enfermedad o convalecencia de alguno de sus miembros. Por razón de espacio y de prestigio la fotografía de pared ha dado paso al portarretratos de pie y éste a las caras y casillas del álbum familiar con un sí es no es de complicidad o de simple secreto. "Se alardea de anonimato —escriben los autores antedichos— y se oculta la adscripción familiar como algo más propio para la intimidad que para conferir status." Resultado y conclusión saltan a la vista: los retratos de los antepasados se hacen privativos de la aristocracia.

Cabe, en fin, apuntar que la imagen fotográfica, en cuanto que elemento de recuerdo y adorno, depositaba todo su prestigio en su propia escasez o accesibilidad relativa. Se trataba de fotografías de "estudio" reservadas sólo a las grandes solemnidades, retrato de bodas a la cabeza con el "rictus" de los contrayentes y las galas concomitantes. La escasez e incluso la unicidad del producto de antaño dan hogaño franquía a una profusión indiscriminada y estimulada por la "facilidad de pago". Rara es hoy la familia que no tenga algún miembro con aficiones de fotógrafo. Nos ha tocado y nos toca vivir la era que Walter Benjamín denominó de la "reproductibilidad técnica" para mengua y desdoro de aquellas imágenes que antes gozaban, por únicas, de "sacralidad" y ahora son reproducibles en cadena.

Este mismo criterio se hace generalizable, y con creces, a otros fenómenos doméstico-populares de parecida condición. Elemento imprescindible del hogar común, especialmente por tierras y costumbres de Andalucía, son las flores bien nacidas, crecidas y atendidas en la faz de la pared enjalbegada. Pues bien, este testimonio natural de la fachada halla hoy proyección o correlato en el adorno, puertas adentro, de las flores artificiales. ¿Explicación? La que nos dan, específicamente referido al caso al medio andaluz, Amelia Alvarez y Pablo del Río; "Es a menudo en la misma casa en que se tienen flores naturales y macetas donde se tienen también flores de plástico; donde se valora el original es donde se valora emocionalmente la copia, más precisamente de lo que su calidad merece (valor del referente)".

Pero volvamos al calendario; que todas estas consideraciones se han urdido con la sola intención de centrar y valorar su presencia y presidencia en el inventario general de la casa. ¿Qué papel cumple al calendario en el recorrido del hogar? El de verdadero protagonista, de atender a los datos que los autores citados nos ofrecen y completan con una tabla estadística debida a investigación de Francisco Moreno. Repasar esos datos y contrastar esa relación estadística equivale más de una vez (y al margen quizá de la intención de sus autores) a introducirnos, entre número y número, en la poética del hogar, en el palpito de aquel centro sin caminos que conforma, como vengo diciendo, el corazón de la morada. Las cifras frías del inventario, cual acontece con las del almanaque, condensan su propia emoción.

Hecha la somera relación de los elementos religiosos, fotografías familiares y adornos florales, pasemos ("¡pasen, señores, y vean!"} a la enumeración y recorrido de las posesiones, puerta por puerta, de los menos afortunados. ¿Suma y sigue de objetos, enseres, accesorios, utensilios y ornamentos? Platos de duralex y de plástico, candelas, candelabros, centro-mesa, tresillo, escudo (de la más variopinta indicación}, tapetes, posters, juguetes, muñecos, jarrones, macetas, jaula, maleta, reloj despertador, mechero, lámpara, cortinas, espejo, percha, cojín, quinqué, costurero, hucha, palangana, frutero, bandeja, panera, televisor, tocadiscos, juego-tocador, tarros de porcelana, joyero, cristalería, vajilla, batidora, molinillo, botijo, ventilador, cazos, cazuelas, alfombra, tapiz, almirez..., calendario.

Someter a estadística la relación de tales y otros objetos afines (armario, sofá, diván, sillas, sillón almohadillado, mueble-radío, estufa, mesa, mesilla, velador, aparador, cómoda, estufa...} no es sino poner muy de relieve el papel preponderante del calendario en el medio doméstico-popular. Si hay objetos, enseres y utensilios (teléfono, máquina de escribir, librería...} que brillan por su total ausencia en el hogar humilde, los hay también que rayan en lo precario frente a aquellos otros que abundan e incluso sobreabundan investidos de utilidad o al margen de ella. El más frecuente y abundante, por paradójico que a alguien se le antoje, resulta ser el televisor. Mandan los tiempos, y las "facilidades de pago" estimulan al usuario a la compra, superado el esfuerzo económico por el de "estar en la vida".

¿Y el televisor? El calendario, en proporción prácticamente análoga, y pese a su muy diverso cometido, a la de las cortinas, platos, cazos y cazuelas. Cúmplele al calendario, ciertamente, o el calendario más bien cumple una función primordialmente utilitaria: el cómputo de los días del año con las fechas festivas, impresas en rojo, y las laborales, encadenadas, fundidas en la mancha de un negro pertinaz. No es menos cierto, sin embargo, que las hojas del calendario vuelan con la cuenta de los meses, agotando, día a día, esa función primordial y convirtiendo la cabecera en adorno, más acá o más allá de toda utilidad concreta. El calendario viene de esta suerte a encarnar arquetípicamente, y en su propio deshojarse, la definición de "objeto artístico" felizmente acuñada por Duchamp.

“Cualquier objeto desprovisto de su función —dejó en buena hora sentenciado, como vimos. Marcel Duchamp— pasa a convertirse en objeto del arte". Y no creo que exista alguno al que cuadre mejor que al calendario ese insensible pasar de un significado al otro. Recuerde el lector lo que dicho quedó líneas arriba: "Con los meses (de enero a diciembre) a sus pies, el calendario de Explosivos indicaba el cómputo del año, más abundoso en días laborales que festivos. Despojado de ellos, llegaba a convertirse, fuera ya de toda utilidad, en objeto del arte, en índice seguro de fiesta a espaldas de los trabajos y los días". Arquetípico resulta su ejemplo por producirse sin solución de continuidad: el deshacerse del almanaque como cómputo equivale a conformarse, sin mediación alguna, como adorno.

No es de extrañar que el calendario ocupe un lugar de privilegio en el inventario, censo o recorrido del hogar humilde, de acuerdo con la estadística trazada por Amelia Alvarez y Pablo del Río. Ningún otro elemento de la casa ofrece un ejemplo tan cabal de cambio entre la utilidad y el adorno. No es mala prueba el hecho de que los autores citados se vean obligados a establecer una división, más o menos sistemática, entre los dos extremos de dicho cambio: "De entre iodos estos objetos, parte de ellos son «utensilios» con una función mecánica concreta, aunque a menudo esté sometida a fines decorativos. Otra parte la forman objetos puramente «decorativos» o culturales que tienen un valor referencial o representativo". Sólo el calendario nada perpetuamente entre dos aguas.

El deshojarse (el deshacerse) del calendario en su propia utilidad constituye su propio conformarse como adorno, no pareciendo tan clara y tan puntual e insensible al propio tiempo la transformación o intercambio de los oíros objetos en la lectura elemental de la casa: "Si alguien tuviera que definir a una familia viendo o visitando su piso, y sin conocerla, se haría una idea a partir de los objetos. Quizá no la misma idea que ellos pretenden (o no pretenden) dar. En cualquier caso, esto nos habla del valor estético, connotativo de los objetos, susceptibles de "leerse". Y, en efecto, de todos los objetos —situados sobre las paredes o los muebles— registrados, una gran parte son decorativos y otra son utensilios de los cuales también una gran parte está utilizada con fines igualmente de decoración".

¿Acaso los objetos domésticos acaban cumpliendo una función decorativa que en principio no les era propia? Amueblar un piso no es sólo dotarle de utilidad y servicios; es también proveerle de un "habla" peculiar, de una representatividad peculiar, de una emoción peculiar e insustituible. De aquí que este amueblamiento emocional y cultural adquiera relevancia no menor que la del amueblamienío material con todo el equipamiento imaginable. Abraham Moles lo ha dejado estadísticamente demostrado en su "Psicología del espacio". Es justamente ese amueblamiento emocional el que reviste de peculiaridad, el que da carácter, el que llena psíquicamente los espacios. ¿Otro argumento? La atención que la tarea de limpieza de la casa dedica a esos objetos cuidadosamente superpuestos.

Al frente de todos ellos, y en la frente misma de la pared doméstica, el calendario. Recurriré por última vez. con el propósito de dejar doblemente subrayado mi punto de partida, a la estadística desarrollada por Amelia Alvarez y Pablo del Río: "Hay otros objetos de utilidad, como el calendario o el almanaque, que se encuentran en casi todas las casas del barrio de las clases bajas". A lo largo de estos últimos años —vuelva el lector la página— la clase intelectual, el estamento "progre", tomó como adorno e indicio el cuadro abstracto o la reproducción del "Guernica" picassiano; la clase en trance de merecer se acogió al retrato de Segura, haciendo suyo los del último peldaño el almanaque de la Unión Española de Explosivos, con unas cuantas pistas abiertas a la consideración propia del arte.

¿Cuál sería desde el ángulo propio del arte la consideración en torno al almanaque de la Unión Española de Explosivos? Algo quedó ya apuntado: una mejor acogida o mejor cara por parte de la vanguardia que del lado, del gesto adusto, de los puristas. Hablé líneas arriba del "arte-pop" y del "arte-kitsch", pudiendo desprenderse del concepto y ejercicio de uno y otro alguna referencia, todo lo ocasional que se quiera, al "género" que nos ocupa. Ni arriesgado ni ocioso parece anticipar que la liberación general del arte felizmente propiciada, no hace mucho, por los sectores vanguardistas y doblemente actualizada por los abanderados de la "posmodernidad" incluye objetos, productos y géneros que desde la "santa intransigencia del purismo" recibirían desdenes, de no entrañar piedra de escándalo.

Y vayamos con la posible inclusión de la estampa anual de Explosivos en las fronteras, más o menos permisivas, del "arte-pop". Para la delimitación de éste se le hace a Aguilera Cerní del todo inexcusable "puntualizar adecuadamente el alcance que modernamente puede darse a la palabra «pueblo» desde los pertinentes datos sociológicos. En este caso lo artístico y lo sociológico son inmediatamente inseparables". Algo dijimos de ello en líneas precedentes, fijando ahora la "adecuada puntualización" de que habla el autor citado en razón primordial del origen: el "arte-pop" es de origen sajón, probado primero en Inglaterra y divulgado después con sello de "made in USA". ¿Cuadrará una práctica artística de ascendencia tal a una sensibilidad, cual la nuestra, situada en las antípodas?

En su versión de "genuino sabor americano" el "arte-pop" tomaba, para convertirlos en arte (con un si es no es de denuncia), todos los reclamos del tránsito callejero y del suceso cinematográfico o televisual tal cual sobrevenían al dictado de la omnipotente y omnipresente publicidad: el escaparate, el cartel, la escena del "saloon", el sublime atractivo de un desodorante, el gesto atrevido del héroe dominical, la mueca incitante de la "vamp" de turno, el trepidante universo de Las Vegas, el guiño intermitente del tubo de neón... Llegada a España la tendencia, incurrieron nuestros artistas en el error clamoroso de incluir en la. asimilación de un proceso elaborador legítimamente emulable el contenido o la suma de unos contenidos que poco tenían que ver con la expresión de "lo nuestro".

¿Acaso hubo "saloones" por estas latitudes o hasta aquí se extendió la constelación de Las Vegas? Atento a las técnicas nuevas, a los nuevos cauces y ejercicios de la expresión, el "pop" a la española debió haber puesto sus cinco sentidos en los reclamos que una publicidad prototípicamente "nuestra" (y con todo su candor urbano-popular) dejaba diariamente pegados en las paredes callejeras. Aquello de "¡A los toros de Vista Alegre!" o "¡Gran velada de lucha en el campo del Gas!"... se aproximaba un tantico más al suceso de por aquí que la muy sofisticada valla o nube publicitaria de Nueva York y aledaños. Y es en este concierto (¿concierto "pop a la española"?) donde hubiera tenido lugar de privilegio, estampa por estampa (cada cual más "pop"), el calendario de Explosivos.

No pocas variaciones a lo "pop" hubieran podido desprender de la estampa anual de Explosivos nuestros artistas del género. El atuendo, el peinado y las otras prendas y accesorios (junto al sofisticado envoltorio recién extraído del escaparate) proporcionaban, ya lo creo, suficiente material a la risueña e irónica expresión de la referida tendencia. Vale incluso transcribir a la letra algunos de los títulos que los artistas concurrentes ponían a sus ilustraciones que ellos soñaban ya elegidas: "Señorita de época con flores en el pelo, disparando con una pistola", "Mujer con pitillo encendiendo mecha", "Químico con bombona, probeta y vestidura en rojo"... Títulos todos ellos, y otros más, que ni pintiparados para nuestro "pop", nada ajenos a lo "kitsch" y muy afines incluso al "surrealismo".

Dando de lado etimologías y otras lindezas eruditas, transcribiré de labios de Holthusen la definición genérica de lo "kitsch": "Formatividad aparentemente artística que sustituye a una fuerza formativa ausente mediante incitaciones a la fantasía de muy diversos contenidos". Dicho en cristiano, lo "kitsch" equivale a una sustitución del objeto artístico por otro tipo de objeto proveniente de los usos convencionales con el sello de "cursilería" y la impronta de "mal gusto" que suele adornarlos. Elevar lo "cursi", por traslación cualitativa del significado o la función, a la categoría de arte y hacer que el "mal gusto" de ciertos objetos, merced a una sagaz mutación de las intenciones, les otorgue naturaleza y carta de objetos artísticos... centró el empeño de los promotores de esta risueña corriente.

El "kitsch" ciñe la intención de sus propuestas a la aparición y florecimiento de la sociedad burguesa. El objeto primordial de sus atenciones proviene, pues, de mediados del siglo pasado y comienzos de! nuestro. Y observe el lector cómo las fechas coinciden con el preámbulo y la aparición del almanaque de la Unión de Explosivos. Repasar, corno dije, el atuendo, el peinado, las prendas y accesorios de que se visten y adornan los personajes de la estampa anual no es sino enumerar los objetos mismos que tanta predilección recabaron y recaban de los estudiosos del "kitsch". Las semblanzas correspondientes al primer decenio de nuestro siglo (con la firma de Mélida, Cecilio Pía, Sala, Benedito...) en verdad que conforman algo así como el repertorio de un "kitsch" nuevamente a la española.

¿Puede lo "cursi" tornarse síntoma del arte? ¿Admitirá el objeto artístico en su noción la noción del "mal gusto"? ¿Hasta qué punto no abunda lo uno y lo otro en las estampas del calendario de Explosivos? ¿En qué medida se hacen ambas cosas susceptibles de mutación por obra y gracia del "kitsch"? La recuperación del objeto "kitsch" se produce cuando de su propia y muy cursi condición llega a barruntarse un subiendo artístico merced a un cambio estimativo o a favor de la remembranza del pasado. El mal gusto de ayer viene de esta suerte a trocarse, y con toda la carga de ironía que al caso cumple, en atractivo del hoy. Y es, justamente, a este fenómeno de mutación estimativa, no exenta de amable nostalgia, al que los americanos atribuyen el tan traído y llevado nombre de "camp".

Con sólo recomponer la escena y dar paso en ella a los personajes del calendario de la Unión Española de Explosivos podía iniciarse a bombo y platillos la función del "kitsch" a la española; que atuendo y actitud comulgan en damas y caballeros de la estampa anual para auge y pompa de la "cursilería". ¿Se puede ir de cacería con la enagua almidonada, la falda florida como jardín de palacio, el corpiño no menos modelado que un jarrón de Manises, el chal de académica investidura, el sombrero, el lazo, la sombrilla, el camafeo, el guante... jerarquizados, obedientes a la norma de un manual de salón? Pocas piezas podían por su parte cobrar los caballeros en trance de perfecta reverencia, sin la más leve tilde en la pechera, desnivel en e! mostacho y una sola arruga en el pantalón.

Trasladar tanta y tan gentil cursilería al aula magna del museo hubiera supuesto, de acuerdo con los postulados del "kitsch", la suprema y muy risueña consagración del "mal gusto". No, no suscitó la escena devociones en las salas del Louvre o del Prado. Otra fue la pinacoteca abierta de par en par a otros contempladores: la sala de espera de la estación, la escalera del casino rural, la galería del balneario anónimo, la zapatería de la esquina, la peluquería de enfrente..., la lumbre del hogar con reflejos de luciente alacena y sabores de magdalena festiva. Y es en la precisa y emotiva relación de aquellos engomados personajes con las circunstancias de este otro tan candoroso inventario donde lo "kitsch" cobra, a favor y espaldas del tiempo, todo su atractivo y aroma de beatitud.

A favor de la nostalgia (sofisticada o ingenua) es la mutación estimativa de que antes se habló la que otorga carta de naturaleza en el cómputo del arte a la expresión de lo "kitsch" o de lo "camp", sin que fácil resulte fijar su frontera respectiva. Vale decir que la sensibilidad "camp" propende a la exaltación de lo superfluo, lo extravagante, lo anacrónico, lo extraordinario de un gesto sin contenido o de una empresa sin resultado; la glorificación de aquello que oscila entre lo arrogante y lo ridículo. Por su gracia los héroes de la Ilíada dan de nuevo paso a las estrellas de Hollywood, suplantando Tarzán de los monos al Auriga de Delfos. La mirada "camp" descubre el vestigio "camp" en aquellas cosas que enalteció la moda y la moda arrinconó en el desván o rincón de guardarropía.

A tenor de lo dicho el hecho de traer hoy a un primer plano el suma y sigue de las estampas del almanaque de Explosivos constituye todo un gesto "camp", una propuesta "camp". un espectáculo "camp", disipado todo su "genuino sabor americano" y trasplantado el motivo a la escena racialmente española con radiante ingenuidad. Distinguen los tratadistas un "camp" ingenuo y puro, y otro consciente y premeditado. En ambos casos el resultado es el mismo: la subversión de los valores culturales aceptados; la defensa de las posturas o de las cosas marginadas y la ridiculízación de la seriedad de las instituciones. Ocurre, en fin, que los cultivadores del "camp" consciente e intelectualizado son los primeros en exaltar los objetos y actitudes del "camp" ingenuo y puro.

La magdalena de que aquí se habla —dejé escrito al comienzo de este trabajo— y desde aquí suscita la chispa de la evocación, anduvo en otro tiempo por la alacena acristalada, frente al almanaque popularmente ascendido a objeto artístico pulcramente enmarcado e igualmente acristala-do.En ese moroso enmarcar, acristalar y elevar a rango de objeto artístico el almanaque de la Unión Española de Explosivos radica la dimensión ingenua de lo "camp". El otro alcance (el consciente, el cultivado, el intelectualizado) consiste en trasladar aquella ingenua actitud y convertirla, con toda premeditación, en propuesta de modernidad, tornando objeto y circunstancia de entonces en circunstancia y objeto ahora propiamente artísticos. Tal ha sido al menos mi pretensión a la luz de la corriente en boga.

Decir que algunas de las estampas del almanaque de la Unión de Explosivos merecen verse incardinadas en la nómina del surrealismo, seguro que al oído del purista intransigente le suena a herejía. A mí no me lo parece, ello sin tomar en cuenta precedentes tan gloriosos y tan de otro tiempo como Raimundo Lulio o El Bosco, que se asomaron al confín onírico unos cuantos siglos antes de que a Bretón le dieran la primera papilla. Cierto que el surrealismo se fundó, en cuanto que "escuela", allá por el año 1925, con posterioridad a la divulgación de muchas de las ilustraciones de nuestro calendario. No es menos cierto, sin embargo, que "surrealismo" y "escuela" se le antojan a uno términos contradictorios y que el mundo de los sueños anduvo con el hombre al margen de fecha fundacional.

El título, sin más, de unas cuantas estampas del almanaque de la Unión Española de Explosivos rezuma surrealismo a la redonda. ¿Cabe expresión más locamente surrealista que aquella del "Químico con bombona, probeta y vestidura en rojo"? Peregrino y raro rito parece el de un químico (aun siendo anarquista) revistiéndose de rojo para entablar juego o pugilato entre la bombona y la probeta. Tan extraño y peregrino como el de la "Señorita de la época con flores en el pelo, disparando con pistola" o el de aquella otra mujer "que enciende mecha con pitillo". Y la sorpresa se acentúa con sólo establecer un elemental cotejo comparativo entre la estampa y su título. ¿Cómo pueden entregarse a semejantes locuras quienes andan por el coto de caza con atuendo y paso de opereta de Johan Strauss?

De un tiempo a esta parte la firma de Julio Romero de Torres (el mismo "que pintó la mujer morena") ha ganado muchos enteros en su cotización. ¿De dónde le viene al pintor cordobés su fama en auge y el coro de una clientela en perpetua puja? De la renovada estimación que los nuevos "realismos" (de no oculta ascendencia surrealista) atribuyen a la peculiaridad (¡y tanta!) de su expresión. El llamado "realismo mágico" y la resurrección (por empeño tenaz de los "posmodernos") de la "pintura metafísica" se nos aparecen hoy con la novedad de tornar luminoso lo que ayer (un ayer a la vuelta de la esquina) se juzgaba trasnochado. Otro tanto, o más, acontece en la relación hoy establecida entre el surrealismo y un Romero de Torres "reconvertido" de la noche a la mañana en prenda de modernidad.

Cuatro veces participó Romero de Torres en la ilustración del calendario de la Unión Española de Explosivos. Sus dos primeras estampas van firmadas en 1924 y 1925 (víspera y año, curiosamente, de la fundación oficial del surrealismo}. Las demás datan de 1929 y 1931 (años en que la "escuela surrealista" alumbraba, curiosamente también, sus más granados frutos). La insensata "mujer encendiendo mecha con pitillo" recaba título y argumento de su primera incursión en nuestro almanaque correspondiendo a otros no menos delirantes nombres bajo apariencia inocente: la "Mujer que apunta con pistola", o la "Mujer que (pontificalmente) revestida de carmesí, prende un cohete con una cerilla"... ¿Le sobran y le bastan tales referencias para entrar en el deleitable juego surrealista?

El surrealismo ideó un deleitable juego fundado en la simultaneidad contradictoria de los accidentes y presidido por el intento de provocar sorpresa en el ánimo del contemplador. Los objetos transmutados en la relación espacial y temporal (por su situación en el lugar inusitado o por su disposición anacrónica) y el escenario mismo, hábilmente subvertido (en las proporciones, en la perspectiva, en el contrapunto cromático, en el artificio de la luz y de la sombra) procuran al espectador una suerte de espejismo que la serena contemplación pone al descubierto. No otro es el tenor de las estampas de Romero de Torres: los personajes y sus actos mantienen, con entera simultaneidad, una actitud eminentemente contradictoria, afincados los objetos en lugar inusual e instante anacrónico.(...)

 

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