EL ESCUDO
Descritas ya sus armas y su disposición formal, entremos en los
contenidos o significados.
1. Dos castillos
entonados en amarillo
Sobre fondo rojo
(el fondo mismo de la bandera) ocuparán y definirán el
centro del escudo dos castillos entonados en color amarillo. ¿Precedente
o indicio de la antigüedad? Lo que acabo de decir del "rojo"
impreso en el escudo de 1222 extiéndase (sin entrar en precisiones
históricas y, mucho menos, en conceptos generalizables) a los
dos castillos que en él igualmente se inscriben. Y si allí
eran de plata, aquí serán de oro (simbolizado en el amarillo)
por ser de oro los que resplandecen en el emblema respectivo de las
dos Castillas.
Entrelazados y yuxtapuestos, estos dos castillos expresan (en su misma
reducción lineal) la idea extensiva al ámbito entero de
la Comunidad madrileña; que de su más genuina y visible
condición es el verse circundada por esta y aquella Castilla.
Lazo, como antes dije, entre ambas, la Comunidad madrileña incorpora
y funde el signo fundamental de una y otra, al tiempo que en ello mismo
viene a proyectar su propia complexión extensiva hasta los límites
precisos de las cinco provincias que la abrazan: Toledo, Guadalajara
y Cuenca, pertenecientes a Castilla-La Mancha; Segovia y Ávila,
integrantes de Castilla-León.
Los dos castillos así dispuestos (aparte de definir pulcramente
el territorio de la Comunidad madrileña en relación con
sus límites autonómicos) ocupan la frente del escudo por
mejor destacar en su novedad heráldica la nueva realidad política
y por resumir, asimismo, el signo renovador, propiamente autonómico,
en relación con los que configuran el escudo propio de la capital,
punto centralizador, otrora, o centralista de aquellos extremos o partidos
judiciales concebidos y plasmados a manera de adorno periférico
y en forma de "damero maldito".
2. Siete estrellas de cinco puntas, entonadas en blanco
Estas siete estrellas
blancas, procedentes del escudo de la capital, se hacen también
susceptibles de verse extendidas al resto de la Comunidad Autónoma,
de atender sobre todo a las dos leyendas que les dan origen, disposición
y forma.
Dos son, en efecto, las fuentes tradicionales y ambas relacionadas con
la Osa Menor en cuanto que tal y en su otra denominación de "Carro".
De acuerdo todo ello con lo que desde el siglo XVI nos viene contando
Juan López de Hoyos, el ilustre preceptor de Cervantes, en su
"Declaración de las Armas de Madrid":
"Tienen las armas de Madrid por orla siete estrellas en campo azul,
por las que vemos junto al Norte, que llamamos en griego Bootes, y en
nuestro castellano, por atajar cosas y fábulas, llaman el Carro,
las cuales andan junto a la Ursa, y por ser las armas de Madrid osa,
tomó las mismas estrellas que junto a la Ursa, como hemos dicho,
andan, por razón de que como en tiempo de don Alfonso VI viniendo
a ganar este reino de Toledo, el primer pueblo que ganaron fue Madrid,
y para denotar que así como aquellas siete estrellas que andan
alrededor del Norte son indicio de la revolución y del gobierno
de las orbes celestiales, así Madrid como alcázar y casa
real y primeramente ganado, había de ser pueblo de donde los
hombres conociesen el gobierno que por la asistencia de los reyes y
señores de estos reinos de Madrid había de salir, y también
porque este nombre Carpetano, como abajo declaramos, quiere decir Carro,
por eso tomó las siete estrellas que en el cielo llamamos Carro."
Leer de un tirón el texto que sin un solo punto (inflexivo u
ortográfico) nos ofrece López de Hoyos sería prueba
de fuego para un locutor de fantasía, así como todo un
acto de fe había de requerir su literal aceptación. Nadie
pone en duda que el escudo de Madrid haya de llevar, como de hecho lleva,
una orla cargada de siete estrellas. Únicamente se cuestiona
la antigüedad del símbolo. "No son figura inmemorial
-escribe José María Bernáldez Montalvo refiriéndose
a estas siete estrellas-, sino reciente: 1548. Y coetánea de
la corona, como López de Hoyos (y seguidores) no dicen. Se resuelve
así un problema meramente insinuado por De la Válgoma
en su informe."
No, no se puede buscar mayor antigüedad documental a las siete
estrellas que la fecha indicada: 1548; lo que en modo alguno prohíbe
presumir que la tradición, a falta de documentos fechacientes
venga de lejos, limitándose López de Hoyos a divulgarla
con todo el pormenor que de común adorna a las leyendas. Queda,
eso sí, bastante claro que el símbolo del escudo de Madrid
no es "Oso", sino "Osa", como se deduce de casi
todos los escudos anteriores al actual y se comprueba en manuscritos
de la Casa de la Panadería, si no fuera testimonio suficiente
su directa referencia (descargada de fábulas y menguada de antigüedad)
a la constelación que llamamos Osa.
¿Por qué entonces las siete estrellas? La interpretación
más consecuente se ajusta a un acontecimiento tan natural como
pueda serlo el claro cielo nocturno de Madrid y su comarca, de donde
le vendría al símbolo (de cara a su inserción en
el escudo de la nueva Comunidad Autónoma) una nueva posibilidad
extensiva. Relacionando las siete estrellas con la corona (de la que
se dará inmediata noticia), concluye Bernáldez Montalvo:
"Caen por tierra las lucubraciones sobre el sentido heráldico
de estas dos figuras de nuestro escudo (López de Hoyos y sus
seguidores, amén de otras distintas conjeturas actuales). Ni
la corona obedece a fabulosas fundaciones regias ni las estrellas a
astrologías o gobiernos del orbe. Nuestro municipio fue mucho
más realista y modesto: la corona, por el acatamiento y servicios
prestados; las estrellas, por nuestro claro cielo."
Peregrina, compleja y aun menos fiable es la otra glosa que, relacionada
con la sobredicha constelación, expone López de Hoyos
en su ya citada "Declaración de las Armas de Madrid",
pero más inclinada también a reforzar esa posibilidad
o facultad extensiva que (para mengua de localismo y centralismo) tanto
conviene al escudo de nuestra Comunidad. Enlazando su discurso con lo
anteriormente declarado, prosigue el ilustre maestro de Cervantes:
"Llámese por otro lado en latín Mantua Carpetana,
tomando el nombre de los montes y puertos que llamamos de la Fuenfrida
y de Guadarrama, que en latín se llaman Carpetanos y así
los llama Julio César en sus Comentarios, y para diferenciar
de la Mantua italiana se llama Mantua carpetana, así la llama
Ptolomeo y la pone en 40° de latitud y pocos minutos más
o menos, y de longitud 11 ° 4' y llamase montes Carpetanos; primero
porque quiere decir carro, porque toda esta tierra hasta llegar a estos
puertos, eran los trajineros y recueros de este instrumento de carros
que en latín (como digo se llama carpentum) de donde se llamó
Carpetana por los llanos y planicies que en estos términos hay."
Demos al olvido la encendida alusión a los Comentarios de Julio
César y a la Tablas de Ptolomeo; reconozcamos la capacidad imaginativa
del buen López de Hoyos en eso de relacionar el nombre de Osa
con su otra denominación de Carro; hagamos paréntesis
en torno al parentesco y diferencia entre la fidedigna Mantua italiana
y la hipotética Mantua madrileña... para terminar por
convenir en un punto. Lo que el autor de la "Declaración
de las Armas de Madrid" se propone no es otra cosa que justificar,
y a toda costa, el porqué de las siete estrellas en el escudo
de Madrid y, por fundamentar el hecho, atribuye a historia lo que en
verdad es leyenda. La pregunta, a tenor de ambos extremos, se hace así
de elemental y oportuna: ¿No obedecen a sentimiento legendario
muchas de las tradiciones (por ello mismo son simples tradiciones) en
que se sustentan y justifican tantos y tantos símbolos como adornan
escudos y blasones?. Véngale o no de "carpentum" (el
carro) el nombre a la Carpetania, es lo cierto que ésta comienza
donde López de Hoyos lo indica, y que en toda la comarca por
él descrita abundó (y hasta hace no mucho) el empleo del
carro. Tanto por su condición agrícola como por los montes,
puertos, llanos y planicies "que en estos términos hay",
nada parece más apropiado que el carro a la hora del faenar y
del trasladarse. Del resto se encarga la imaginación popular
que, poco a poco, convierte las cosas inmediatas en remotas leyendas
de las que brotan luego no pocos de los símbolos.
En los dos escritos de López de Hoyos queda muy a la vista el
alcance extensivo que a las siete estrellas confiere bajo nombre de
Osa o bajo nombre de Carro. No habla estrictamente del pueblo de Madrid,
sino de la comarca entera que de Madrid recibe en su bautismal. Ese
cielo claro (tan patente sobre estas tierras y tan incitante a contemplar
el brillo nocturno de la Osa Menor) y esos montes, puertos, valles y
planicies surcados por la rueda pertinaz del Carro... resultan algo
muy definitorio del territorio entero que hoy se integra en nuestra
Comunidad Autónoma. De aquí que las siete estrellas, y
por su propia facultad e indicio claro de "extensión",
se nos hagan del todo ineludibles en el escudo de la naciente Autonomía.
Las siete estrellas serán de cinco puntas. Admitido el hecho
primordial de que la representación del fulgor celeste adopta
(en heráldica y en geografía) la forma de "estrella"
con variedad arbitraria de "puntas", unas cuantas razones
aconsejan que las que definen los siete fulgores de nuestro escudo sean
de cinco. El que el escudo actual de la Villa y Corte ostente estrellas
de seis puntas no quiere decir que así siempre lo fueran o así
se vieran representadas en escudos precedentes. El escudo de la ciudad
de Madrid ha lucido estrellas de seis, de ocho y también de cinco
puntas, regalando con ello paño a elegir en sentido más
o menos histórico.
La primera razón para dar por buena la relación numérica
que aquí se propone es de carácter histórico: "En
el séptimo escudo (1842), ratificado en 1859, se especifica que
sean estrellas de cinco puntas, y así se respetó, como
lo demuestran los tapices de aquella época." A esta razón
histórica cabe añadir aquellas otras dictadas por la estrategia
o el simple buen sentido. La propuesta de estrellas de cinco puntas
para el escudo de la Comunidad Autónoma vendría a acentuar
la diferencia (dentro de un origen o tronco común) para con el
de la capitalidad, que las ostenta de seis. Las cinco puntas (que no
son sino límites o extremos geométricos) valdrán,
en fin, para representar los cinco extremos o límites precisos
de las cinco provincias que circundan nuestro territorio autonómico.
¿Un último porqué? La probada tendencia del diseño
moderno a la imparidad y la particular elección, dentro de ella,
de las cinco puntas estelares. La mirada misma del ciudadano está,
a mayor abundamiento, no poco habituada a la contemplación de
la estrella de cinco puntas en pabellones y escudos, tanto del Este
como del Oeste, empezando por los de las dos "superpotencias".
En cuanto a su disposición en el escudo volvamos a lo ya apuntado:
"Los dos castillos fundidos se verán sobrevolados por siete
estrellas de cinco puntas." ¿En qué disposición
o bajo qué orden? Se pensó en un principio distribuirlas
y fijarlas de tres en tres, a diestra y siniestra del doble castillo,
quedando la séptima centrada a sus pies. Dos razones inducían
a ello: una, basada en la tradición, y de índole decorativa
la otra.
En el noveno y último escudo que Carrascosa describe e ilustra
Rufino Vega, se propone un orden compositivo harto afín al inicialmente
reclamado por y para nuestro proyecto. "La colocación de
las estrellas debe ser tres a cada lado y la séptima en el vértice
inferior, por tradición y estética."
El hecho de que este escudo no haya sido oficialmente aceptado como
oficial y propio de la ciudad de Madrid, en modo alguno llevará
a concluir que contuviera error o indujera a engaño. No se aceptó
porque nuestro municipio hizo suyo el propuesto por Dalmiro de la Válgoma
en su hora (y en la hora presente sigue siendo escudo de la Villa),
con la séptima estrella sobre el centro del jefe, cosa al parecer
no suficientemente precisada por el citado señor De la Válgoma
y advertida (sin entrar ni salir en contienda, aunque apuntando a otras
disposiciones de carácter histórico) por José María
Bernáldez Montalvo.
La propuesta de Válgoma (constitutiva, como digo, del actual
escudo de Madrid) se expresaba en estos términos: "De plata,
el madroño de sinople terrazado de lo mismo, frutado de gules
acostado de oso empinante de sable y superado el arbusto de corona cívica;
bordura de azur cargada de siete estrellas de plata." ¿Corona
cívica? El mismo que la propuso sugirió su supresión,
de acuerdo con lo que apunta Bernáldez: "En nota sugiere
Válgoma la supresión de esa corona cívica, por
razones estéticas y carecer de antigüedad (otorgada por
las Cortes extraordinarias de 27 de diciembre de 1922). El municipio
aceptó la sugerencia.
Y así se traduce en el vigente escudo de la Villa del Oso y del
Madroño. No es corona cívica, inicialmente aconsejada
por Válgoma, sino corona real, de traza antigua y sin diadema,
la que, de acuerdo con la sugerencia posterior del citado heraldista,
da cima y remate al escudo madrileño. ¿Cómo se
configuran en él y disponen las siete estrellas? Son de seis
puntas y sobre la orla o bordura azul que rodea y define el escudo (sin
otra inflexión que la forma puntiaguda del vértice inferior)
campean tres a cada lado, quedando la séptima centrada en el
tramo superior (o "centro del jefe") de dicha bordura u orla,
en cuyos extremos se asienta la corona real.
Pocos son los retoques que a Carrascosa se le hacen pertinente. Tres,
exactamente, los tres relacionados con las siete estrellas y la orla
en que toman asiento. Se inclina el celoso madrileñista y miembro
de nuestra Policía Municipal por la estrella de ocho puntas,
investidas, según él, de mayor antigüedad y continuidad
comprobable. La forma del escudo queda igualmente definida por la bordura
azul, pero "con una cintura en su parte central, como lo fueron
los antiguos". La séptima estrella debe, en fin, desplazarse
de la parte superior al extremo inferior, conforme a lo antes apuntado:
"La colocación de las estrellas debe ser tres a cada lado
y la séptima en su vértice inferior, por tradición
y estética."
Seducido Carrascosa por el reclamo de los tres puntos sobredichos, retrotrae
sus consideraciones al tiempo remoto y a la continuidad que de él
se deriva. Comienza apoyando su hipótesis en la forma de un escudo
del siglo XIII (inmediatamente posterior al de los castillos plateados
en campo de gules, de que antes se informó) y termina por afirmarse
textualmente en lo dicho, sin ocultar propensión, obsesión
o manía en torno a sus tres implacables puntualizaciones: "Aquí
tenemos que resaltar tres detalles que con el paso del tiempo han tomado
cierto vicio:
Primero. El escudo de esta época tiene una airosa forma, con
una elegante cintura en el centro del mismo.
Segundo. Las estrellas son de ocho puntas, imitando el destello celeste.
Tercero. La posición de las estrellas en la orla azul del escudo
se mantienen durante siglos, tres a cada lado y la séptima en
su vértice inferior."
Vuelve a la carga Carrascosa en la defensa de sus tres pertinaces puntualizaciones
(de aquella, en especial, que a orden y forma de las estrellas atañe),
recurriendo esta vez al escudo de 1544, merecido en Cortes habidas en
Valladolid (que, como de inmediato ha de verse y repetirse, no tuvieron
lugar en fecha tal). Su conclusión reza así: "Tiene
el escudo de aquella época su Corona dentro del Escudo (...),
todo ello rodeado de la orla azul y siete estrellas de ocho puntas (tres
a cada lado y una en el vértice inferior)."
Lástima es que la encendida proclama de Joaquín Carrascosa
venga a topar con un error de bulto; error que bien podía haber
subsanado en la atenta lectura del ensayo de Bernáldez, dado
a la luz dos años antes que su bien intencionado opúsculo.
"En el sello municipal de 21 de marzo de 1544, publicado por el
sigilógrafo don Filemón Arribas, el escudo aparece sin
corona (ni estrellas). En la portada del Buen placer trovado, impreso
en 1550, figura ya con su mejora: corona, bordura y estrellas. Ni antes
de 1544 ni después de 1550. Lapso durante el cual se celebraron
sólo otras Cortes más."
A estos términos iniciales ajusta Bernáldez su argumentación
para concluir que el mejoramiento de las armas con una corona dentro
del escudo y una orla azul con siete estrellas tuvo lugar, efectivamente,
en Cortes celebradas en Valladolid..., pero cuatro años más
tarde; esto es, en 1548. En el documento probatorio, sagazmente descubierto
por Bernáldez, se nos regala además el porqué de
la mejora: "La corona es señal de acatamiento y lealtad
e servicios que en muchos y diversos tiempos ha hecho la dicha Villa
a la corona Real así en tiempo de guerra como en paz, y la orla
azul con las siete estrellas en señal del muy claro y extendido
cielo que descubre el sitio donde está asentada por toda pero
especialmente por las partes del norte e por toda la vuelta del poniente."
El escrito, fechado en Valladolid, año 1543, va rubricado por
Gaspar Dávila, escribano del Concejo.
Corregido el error de Carrascosa (en el que, aparte de omitir la lectura
del ensayo de Bernáldez Montalvo, sin duda alguna incurrió,
como otros muchos, por tomar a la letra el relato antes citado de López
de Hoyos, sobrado de inventiva), ha de darse por muy atinada la colocación
de la séptima estrella en el vértice inferior, tantas
y tantas veces por él requerida. A ello parece inclinado el propio
Bernáldez: "Válgoma no precisa cómo deben
ir distribuidas las estrellas en la bordura. El actual escudo madrileño
pone la séptima sobre el centro del jefe. Ni entro ni salgo.
Pero advierto que los sellos de 1646, 1726 y 1747 la ponen en punta."
Parecerá extraño e incluso contradictorio que hagamos
tanto hincapié en la conveniencia de fijar de este modo las siete
estrellas... para luego renunciar a lo convenido. La razón de
todo ello (aparte de la atención que a todo ello hemos dedicado)
responde al propósito, una y otra vez manifiesto, de que las
siete estrellas así ordenadas vengan por sí mismas a componer
el contorno "ideal" del escudo. No hay duda o restricción
acerca del juego que siete estrellas pueden ofrecer a la luz de la heráldica
y, sobre todo, de las artes del diseño. La disposición
circundante en principio aconsejada (y todavía aconsejable, si
se quiere, como mera o segunda posibilidad) entrañaba la virtud
de dar forma al escudo cerrándolo, como digo, "idealmente"
y sin necesidad de otro marco o contorno, orla o bordura.
De esta primera propuesta se pasó a otra en la que aún
más y mejor resplandece, me creo, la idea y la visión
misma de composición "estelar" e incluso de "constelación",
con todo su carácter de "acontecimiento natural" y
en el lugar mismo que de su natural contemplación se desprende.
En los testimonios anteriormente expuestos una idea parece común
a autores de tan dispar condición y estilo como los dos sobrecitados
y vueltos a citar. Por encima de los históricamente fundado o
infundado en sus respectivos escritos, uno y otro convienen en resaltar
la cualidad puramente "estética" en la disposición
de las estrellas, decidiéndose ambos por aquélla en que
seis se ven enmarcadas a derecha e izquierda de la bordura azul y la
séptima en la punta inferior
del escudo.
¿Cabe y cumple otro orden u otra armonía? Agruparlas a
manera de apretado racimo o constelación rutilante, aunque con
apariencia distinta de la que ellas, y sin necesidad de adorno heráldico,
ostentan en el firmamento. La conveniencia de semejante pauta formalizadora
se ve confirmada en el aspecto cromático. Al estar entonados
en amarillo el doble castillo y la corona, se produce una concentración
y continuidad de color entre el uno y la otra; continuidad y concentración
parcial e insuficientemente disipadas por las siete estrellas que únicamente
circundan a aquél, dejando desituada a ésta.
Aceptados ya como únicos tonos el amarillo y el blanco (sobre
fondo rojo), la solución más viable, por no decir única,
consistía en incrustar la agrupación estelar o figurada
constelación entre el doble castillo y la corona. De esta suerte,
el amarillo que resplandece en los dos castillos se ve armoniosamente
interrumpido por el blanco, impreso en las estrellas, y otra vez continuado
en el amarillo de que se viste la corona. Hágase de arriba abajo
o de abajo arriba, la lectura del escudo responde a una misma y no poco
equilibrada proporción, a un orden mismo de ajustada expresión
y visión equivalente.
Común igualmente es el sentir en cuanto al significado más
verosímil de las siete estrellas que en el escudo de Madrid se
hacen visibles y doblemente habrán de hacerse en el de la nueva
Comunidad Autónoma. Quedó líneas arriba discutido
el valor glorificante, hiperbólico a todas luces, que López
de Hoyos asignaba a las siete estrellas en su denominación de
Osa o bajo nombre de Carro. También, y en sentido opuesto, se
reconoció su buen tino al referir a toda la comarca, mejor que
a su capitalidad, claridad y fulgor de la "constelación",
en su más estricta acepción astronómica, y el rodar
y transitar del "carro" en cuanto que caracterizado vehículo.
No es justo, así las cosas, rebajar únicamente los tonos
de aquella encendida alegoría que López de Hoyos establece
entre el indicio de revolución y gobierno de los orbes, encarnado
en la Osa y el reconocimiento de gobierno y asistencia de los reyes,
figurado en las mismas siete estrellas definidoras de los reinos de
Madrid. Hay que reconocer, y no menos, la constante alusión del
maestro de Cervantes al fenómeno estrictamente natural que la
Osa produce, noche a noche, sobre el claro cielo de Madrid y de su comarca,
y la constancia analógica del Carro en el ir y venir a lo largo,
lo alto y lo ancho de sus tierras. Hay, por último, que desprender
de la alegoría de López de Hoyos toda una y muy elocuente
posibilidad extensiva al territorio entero de lo que ayer fue provincia
y es hoy Comunidad Autonómica.
Unas cuantas son las líneas expresas (y otras tantas las entreveradas)
que de la pluma de López de Hoyos, y sobre la restante magnificación
alegórica, nos llevan al reconocimiento de los lugares, un poco
más allá o más acá de la capitalidad. Derivada
de "Carpentum" y coincidente en tal sentido con la denominación
de "Carro" que a las siete estrellas comprende, "Carpentania"
es nombre alusivo a los "montes y puertos que llamamos de la Fuenfrida
y de Guadarrama". De ello se colige la referencia, no velada, al
"medio natural" y su "extensión" a buena
parte de la comarca (Guadarrama y Fuenfrida no se hallan precisamente
en la capitalina Puerta del Sol). La derivación, bajo nombre
de Carro, también tiene su porqué en este mismo y doble
sentido: "Quiere decir carro, porque toda esta
tierra hasta llegar a esos puertos eran los trajineros y recueros de
este instrumentos de carros (...) de donde se llamó Carpetana
por los llanos y planicies que en estos términos hay."
Harto más fácil resulta deducir lo natural del acontecimiento
que las siete estrellas provocan, las más de las noches, sobre
el cielo de Madrid y su comarca entera si tomamos en cuenta el documento
antes referido y justificativo del símbolo estelar en el escudo
de Madrid, cuya extensión al resto de la autonomía se
hace aún más obvia e inmediata: "La orla azul con
las siete estrellas en señal del muy claro y extendido cielo
que descubre el sitio donde está asentada, por toda parte pero
especialmente por las partes del norte e por toda la vuelta del poniente."
Ningún resquicio queda a la duda. Las estrellas le fueron otorgadas
al escudo en atención al más natural de los aconteceres
que de noche puedan presidir la situación de Madrid y su restante
territorio (provincia hasta hace poco y, en adelante, Comunidad Autónoma).
¿Y en lo tocante a la posibilidad extensiva tantas veces aquí
predicada?. Sintomático es, me creo, el simple advertir que se
hable de un cielo claro y "extendido". ¿Por dónde
y hasta dónde? "Por toda parte", no hallando otros
límites que "las partes del norte e por toda la vuelta del
poniente"; esto es, de extremo a extremo.
A dos extremos (no los geográficos, sino los alusivos a "acontecimiento
natural" y "posibiliada extensiva") quiere también
ajustarse la propuesta que en lo atañente a disposición
de las siete estrellas ahora se aborda, desechada incluso la que antes
recabó el comentario con todas sus virtudes históricas
y atractivos estéticos. Si se entienden (y así queda probado)
las siete estrellas como referencia prioritaria a un "fenómeno
natural", por encima de cualquier otra invocación alegórica,
el buen sentido aconseja que en el escudo vengan a resaltar su más
genuina condición y disposición, ocupando al propio tiempo
el lugar que mejor les cumple.
A tenor de ello, las siete estrellas se verán agrupadas en forma
de "constelación". No se trata de transcribirlas tal
cual ellas se fijan y resplandecen en el cielo, que ello equivaldría
a identificar representación heráldica con definición
astronómica. Entiéndase, más bien, "constelación"
como grupo intrínsecamente relacionado o referido (estrella por
estrella y en todo su conjunto) a su recíproca e inseparable
pertenencia. Por lo que hace, en fin, a su colocación en el escudo,
atribúyase lo ya justificado en su alcance puramente estético
a la justificación misma de su acepción o recibo en cuanto
que "fenómeno prioritariamente natural".
¿Cuál sería el lugar más propio o adecuado
de un escudo para insertar una constelación de siete estrellas
representativas de su más genuina y natural condición?
La parte superior: aquella, en concreto, que guarda o dice relación
con el cielo y sobrevuela la cima de los dos castillos, que con la suya
acentúan la propia capacidad extensiva de la constelación.
3. Una corona real entonada en amarillo y con diadema
¿De dónde
le vino a Madrid el privilegio de la corona real por mejor remate de
su escudo? Retornemos al buen decir, y mejor imaginar, de Juan López
de Hoyos, tal cual impreso nos lo deja en su "Declaración
de las Armas de Madrid y tal cual luego le vienen, también, los
expertos con la rebaja:
"Tienen las armas de Madrid sobre el madroño y la osa la
corona real, cuya razón es de los años pasados de 1544,
haciendo cortes en Valladolid el emperador Carlos V, Rey de España,
padre del serenísimo y católico Rey D. Felipe, nuestro
señor, yendo por procuradores de cortes de esta Villa de Madrid
D. Juan Hurtado de Mendoza, señor de Fresno de Torote y Pedro
Juárez, acabadas las cortes, mandaron que entregase sus memoriales,
advirtiendo en lo que pedían se les hiciese merced, y el dicho
D. Juan Hurtado, como tan ilustre, docto y magnánimo, suplicó
que la merced que a él le habían de hacer en particular
la hiciese a su patria y que le diese una corona real que en sus armas
trajese. El Emperador, por la voluntad que siempre a Madrid tuvo, antes
y después que se le quitasen las cuartanas, lo tuvo por bien
y le hizo esta merced, y de este tiempo se puso en las armas de Madrid
la corona Real y a esta causa se llamaba "Coronada Villa de Madrid"."
Respire otra vez hondo quien haya leído (o trate de hacerlo aquel
locutor de campeonato si aceptó como suya la empresa), aunque
en esta ocasión un punto ortográfico procure inflexión
y toma de aire. ¿La verdad de todo ello? En parte, indiscutible,
y cuestionable en otra buena proporción o medida. "Efectivamente
-inicia Bernáldez Montalvo el suma y sigue de sus certeras precisiones-
corresponde a Madrid una Corona dada por Carlos 1 (y en su nombre el
Príncipe D. Felipe). Pero no al terminar las cortes de 1544,
como dice López de Hoyos y sus fotocopistas, sino en las de 1548,
que ahora sale a luz por vez primera."
Por lo menos esta vez hay verdad en la sustancia y error en lo atañente
a fecha, causa y solicitantes. De lo escrito y acotado por Bernáldez
(además de lo antes esclarecido en relación con la fecha
exacta de las tan traídas y llevadas Cortes de Valladolid) se
desprende que la Corona no fue dada por gestión directa, personal,
generosa y espontánea de don Juan Hurtado de Mendoza, sino a
petición del Concejo. No la hizo, pues, suya para luego regalarla
el referido don Juan, sino que "lo suplicaron los señores
D. Bernaldino de Mendoza y Pedro Zapata de Cárdenas, en el ejercicio
de sus deberes y derechos como Procuradores de la Villa".
Venida de acatamiento y servicios prestados, antes que de graciosa concesión,
fundación o regalo, es lo cierto que Madrid ostenta en su escudo
una Corona Real desde las Cortes antedichas y la fecha señalada
por Bernáldez con toda precisión. ¿Hasta qué
punto debe hacerse extensiva la nueva Comunidad Autónoma y, como
remate de su escudo, la corona real?.
Tres hechos lo aconsejan. Madrid ha sido por largo tiempo sede de la
Corona en sentido constitucional, quedando en el marco de la antigua
provincia y actual Comunidad la espléndida huella histórico-arquitectónica
de los "Reales Sitios". La nueva autonomía tiene por
capital la misma que es del Estado, al tiempo que residencia oficial
del Rey Don Juan Carlos 1, merecedor de verse significado, y para honra
de los otros moradores, en la corona que remata el escudo. El hecho,
finalmente, de que la corona fuera ganada o merecida en Cortes, no parece
sino concordar, aconsejando su empleo, con el sentir democrático
que debe ser pauta segura en el Gobierno de la Comunidad. (El proyecto
mismo aquí y ahora abordado se atiene, de acuerdo con norma democrática,
a la aprobación por parte del Parlamento madrileño.)"